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de las más trascendentes la aparición de la microscopía electrónica
en los años 30. La propia definición de la Microbiología implica
que su objeto material esté delimitado por el tamaño de los seres
que estudia, lo que supone una gran heterogeneidad de tipos es-
tructurales, funcionales y taxonómicos, y que abarque desde for-
mas celulares muy diferentes hasta entidades biológicas acelulares,
como los virus. Por eso, esta tecnología fue decisiva para estudiar
la ultraestructura celular y establecer la distinción entre células
procarióticas, como las bacterias y arqueas, y eucarióticas, como
los hongos y algas microscópicos o los protozoos, así como para
desvelar la naturaleza de los virus que los sitúa al borde de la fina
línea de la definición de la vida.
Sin embargo, sus relaciones evolutivas y la posición que ocupan
en el conjunto de los seres vivos no pudieron establecerse hasta
la aparición de técnicas moleculares, que aportaron una nueva y
revolucionaria perspectiva al concepto de diversidad microbiana y
a las relaciones de parentesco entre microorganismos. Aunque no
existen registros fósiles útiles, las propias células microbianas con-
tienen moléculas que, como propusieron Zuckerkandl y Pauling
(1965), sirven como “cronómetros moleculares” indicadores de su
historia evolutiva. Estas huellas moleculares del paso del tiempo
permitieron a Carl Woese una década después establecer la primera
clasificación filogenética de los microorganismos y su relación con
el resto de organismos en un árbol de la vida universal.
Las revoluciones científicas del siglo XX: cambio de paradigmas
Todo este avance fue posible gracias a la que podemos denomi-
nar “Revolución molecular de la Biología”, cuyo inicio tuvo lu-
gar con el descubrimiento de la naturaleza química de los genes,
el tan famoso ácido desoxirribonucleico o ADN, a mediados de los
años 40. Los primeros experimentos que apoyaron la hipótesis de
que la información genética residía en este material celular fueron
realizados por Avery, McLeod y McCarthy en 1944, precisamen-
te utilizando una bacteria patógena, el neumococo (Avery et al.,
1944). Sus investigaciones demostraron que el ADN procedente
de esta bacteria era capaz de “transformar” en virulenta a otra
bacteria que había perdido su capacidad patogénica. Esta capa-
cidad transformante del ADN, además de revelar la existencia de
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