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Antonio González Bueno
quienes lo lean o simplemente por considerarme, como el idioma, un ser mucho más sabio de
lo que soy, pero en determinada manera muerto y enterrado en el mausoleo del pasado.
Si fuéramos anglosajones no sería necesario hacer esta acotación. Como no lo somos, antes
de continuar mi discurso de contestación, debo advertir que sé del agrado de la Academia y del
doctor González Bueno por la seriedad más absoluta.
Sin dejar de ser partidario de la misma, tanto en mi relación con el nuevo académico como
en muchas de mis producciones divulgativas e incluso en algunas científicas, he utilizado
abundantemente la ironía, una forma oblicua de la seriedad, tolerante y amable. En honor a
nuestra coexistencia y a la inteligencia académica de ambos, no pienso dejar de hacerlo en esta
ocasión, para mi tan satisfactoria y alegre.
Cuenta luego don Antonio, parte de su trayectoria profesional: cómo nos conocimos en el ya
famoso seminario de la Facultad de Ciencias Biológicas, dirigido por José Luis Peset y Joaquín
Fernández, en donde pensamos todos -unos más que otros, es cierto- que el ejercicio de la
Historia, concretamente el de la Historia de la Ciencia, nos iba a conducir a cambiar el mundo,
e incluso a la conquista del Palacio, en invierno, cuando deberían florecer las plantas al embrujo
de nuestro mágico deseo. Tanto fue así y con tanta fuerza lo expusimos, que durante los primeros
gobiernos de Felipe González, recién creada lo que luego sería la Agencia Nacional de Evaluación,
cuando el ministro era José María Maravall, el Secretario de Estado, Juan Rojo y Ana Crespo y
Alfredo Pérez Rubalcaba, oficiaban de Directores generales, la nuestra fue declarada área
prioritaria en varias ofertas de los proyectos de investigación patrios.
Luego la cosa, como tantas otras, quedó en poco y los nuestros, más aún que los de los
historiadores generales, pasaron a ser libros discretos, secretos o clandestinos, lanzados, en su
mayoría, a la vida intelectual como quien arroja una sortija al agua.
Pero… cuánta emoción, cuánto esfuerzo, cuánta ilusión pusimos y, creo yo, seguimos
poniendo en nuestro trabajo, convertido ya en el deseo sencillo de que contribuya a un mejor
conocimiento del pasado, en nuestro caso, desde una concepción total de la Historia y no tanto
desde la Historia social.
Habla también el doctor González Bueno del paso de la práctica de la Botánica al de la
Historia, pero no explicita las razones más íntimas de la misma. En realidad no las conozco, pero
me temo que algo tendrían que ver, además de su temprano interés por la disciplina, las
veintitantas vueltas de campana en coche, dadas cuando venía de tomar muestras del chalet de
su directora de tesis, Ana Crespo, sito en el mítico Zarzalejo; en aquellas curvas reviradas y
traicioneras. Para un hombre que se había librado del servicio militar, el ver que la Botánica de
bota podía llevarle a una muerte anunciada, debió de tener alguna incidencia en su decisión
final.
Su formación botánica le convirtió en un magnífico científico de método y es ese método,
idéntico en el caso de la Historia, el que ha hecho de él un solidísimo historiador a la más antigua
usanza, con una crítica inteligente de las fuentes, un estudio exhaustivo de las mismas y un deseo
permanente de objetividad en la exposición de los resultados, sin ahorrarse tiempo, ni esfuerzo,
en todos y cada uno de sus trabajos.
Tampoco se ha evitado empeños para seguir las pautas –no demasiado inteligentes, en
algunos casos- exigidas en nuestro suelo para ser un profesor de excelencia.
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